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"Es la mundanidad humana la que salvará a los hombres de los peligros de la naturaleza del hombre"
Hannah Arendt

28 octubre, 2014

Del gobierno grotesco al Estado esperpéntico


Juan Pablo Gómez
 
Si tomamos como principio básico del pesimismo la negación del progreso y la pérdida de esperanza en la civilización, tendremos que asumir que en Venezuela nos hallamos ante el pesimismo como condición y perspectiva. “Estamos en el peor de los mundos posibles” reza la máxima sumaria  de Schopenhauer. A día de hoy, no podríamos vacilar al decir “estamos en el peor de los países posibles” si consideramos las circunstancias a fondo y con detalle. Muchos saldrían a decir que en tal o cual país se vive todavía peor y no faltarían a la verdad. Pero el asunto está en considerar que esos países puede que no cuenten con la riqueza, el potencial y la historia del nuestro.  Es decir, nuestra situación no se justifica ni es fácil de explicar ni pretextar. La candidez, al estilo de Voltaire, se esfumó hace mucho y nos encontramos –por primera vez en nuestra historia- frente a una trágica vorágine de emigración masiva, justamente por parte de quienes son las más conscientes y asumen que no merecen esto, que este no es ya el país en el que nacieron y crecieron. Las razones más alegadas para el abandono del país: la criminalidad, la inflación y, ahora, el desabastecimiento. Razones comprensibles y justificadas. A tal punto que nadie pide explicaciones, sino datos, vías u opciones de escape para, a su vez, tratar de hacer lo mismo. Quien no está emigrando, está buscando la forma de hacerlo (aunque sea a largo plazo o a través de sus hijos). Pero tampoco vale mucho hacer una lista de lo que está mal y achacar las responsabilidades directas en determinados gobernantes, si antes no hacemos una valoración más general y precisa. Venezuela padeció una crisis económica y una debilitación peligrosa de la institucionalidad en los años 80. El caracazo fue la consecuencia más cruentamente visible porque se dio en forma de estallido. El país requería una revisión de sus cimientos institucionales. Buena parte de la población rural se movilizó hacia las grandes urbes, sobre todo hacia Caracas, creando una serie de gigantescos anillos marginales, es decir, personas que viven al margen (de la ciudad, de la vida social, del acceso a las oportunidades de vida digna, etc.). El proceso llevaba décadas y fue paulatino e incesante hasta hacerse cada vez más insostenible: corrupción, criminalidad e inflación empezaron a cabalgar con fuerza sobre nuestra realidad social. A eso habría que sumarle la desgraciada condición histórica de país rentista y fuertemente enviciado por la mala administración y  peor distribución de los recursos. La pobreza acrecentó y la clase media se debilitó. El país estaba listo para emprender un proceso de renovación política, social y económica que reactivara la participación de las grandes mayorías en la toma de decisiones sobre los bienes comunes. Dos intentonas golpistas y la deposición de un presidente labraron el camino para un intento de redención en 1998: convocar una asamblea constituyente, sanear la institucionalidad y democratizar a la sociedad. El proceso fue tan fulgurante y exitoso que sembró las bases para una nueva crisis institucional. El desmontaje del Estado burgués sólo sufrió unos retoques de fachada y se aprovechó el relevo de individuos de acción política para terminar de sepultar cualquier posibilidad digna y seria de renovación. Es decir, el remedio fue peor que la enfermedad. El chavismo instaló el discurso eternamente revanchista (clásica artimaña de imposición) y reivindicador sin ofrecer cambios reales: justamente el cambio más patente ni siquiera es el discurso mismo sino su forma violenta. Ahora el pueblo está en el poder, suelen decir. Su estrategia es la visibilización de los pobres. No más que eso. Olvidando que es la máxima “democrática” de siempre y es sólo un truco más dentro del amplio espectro de dominación y de mantenimiento del poder. Pervirtiendo también la posibilidad de sacarlos de la pobreza, a cambio de tomarlos como objeto y fin de todas las supuestas acciones benefactoras que nunca se demuestran con números.  A eso hay que sumarle el proceso menos visible de la regresión: el chavismo asumió como bandera la incorporación de todo lo que había sido relegado y de todo lo que se había quedado atrás. Pero eso también incluye un importante cúmulo de primitivismo y sordidez que entran en el paquete. Este punto es uno de los más álgidos y complejos de todo el proceso, justamente porque es inaccesible a la racionalidad. Luego está la incorporación doctrinaria de la Fuerza Armada nacional. A esto se le suma la bonanza petrolera de la primera década de este siglo y, también, los desaciertos en forma y fondo de las estrategias de políticos que trataron de ofrecer alternativas. El resultado es un sistema grotesco: control de cambio, control de precios, control mediático, control jurídico, control militar y control institucional por parte de una serie de individuos que conforman grupúsculos de poder y que parecen  estar dispuestos a cualquier cosa con tal de no perder el poder. Uno de ellos llegó a decir que no quitarían el control de cambio nunca porque si lo hacían, les tumbarían el gobierno. Es decir, lo que importa no es el país sino que ellos se mantengan gobernando. Además se hace cada vez más evidente la multiplicidad de sujetos ejerciendo el poder y tomando las decisiones (algunos desde la sombra). Esto ha ocasionado incluso enfrentamientos directos entre organismos de seguridad del Estado. Para no entrar ya en el debate sobre los colectivos armados, “patriotas” cuando les conviene y “delincuentes” cuando dejan de convenirles. Adicionalmente, están las escabrosas muertes de Montoya, Otaiza, Serra, Odremán y los asesinatos de múltiples escoltas de altos funcionarios, dejando entrever el desaguisado general de los cuerpos policiales y los entes gubernamentales  Las luchas intestinas dentro del partido de gobierno (PSUV), así como la disidencia interna, son sólo síntomas de un malestar generalizado dentro de una revolución que perdió el norte (no se sabe si realmente lo tuvo alguna vez), y que está en vías de entrar en una todavía más precaria situación económica, debido a la caída de los precios del petróleo. Lo grotesco es lo  “ridículo, extravagante, grosero, irregular y de mal gusto”. Así nuestro gobierno no guarda relación alguna con las formas y vive exclusivamente de un aceitado sistema de dominación por todos los medios posibles. Justamente, la revolución ha consistido en un proceso de deformación perenne; una descomposición moral, anímica y económica de nuestra sociedad. Los revolucionarios lo justifican todo en base a la abstracción de igualdad y justicia y en su afán, se lo llevan todo por delante, empezando por ellos mismos.  “Las revoluciones prosperan en la precariedad”, llegó a afirmar un célebre artífice de las políticas económicas del chavismo. Que la gente dependa cada vez más del Estado y que el Estado se vuelva cada vez más esperpéntico. Lo último a lo que estamos llegando es a la desmotivación y desvalorización del trabajo. La gente se está dando cuenta que la diferencia económica entre trabajar y no hacerlo es cada vez menor, por tanto, se abre un abanico de atajos para hacerse con ingresos que no favorecen en nada al bien social y común. Y es esa la descomposición social definitiva. Como diría Groucho Marx: “Estábamos al borde del abismo…..pero dimos un paso al frente”. ¿Qué es el esperpento? Un hecho grotesco y desatinado. Todo se reduce a un desatino inconmensurable que habrá que recomponer algún día. Pero vislumbrar esperanza se torna arduo cuando el sistema hace del ciudadano su víctima necesaria, como decía Schopenhauer que hace el mundo con el ser humano.